lunes, 22 de junio de 2009

El malestar ciudadano

René Delgado (mural 200609)

Cuando el debate de una campaña electoral lo nutre ejercer o anular el voto, se entiende que la distancia entre ciudadanos y partidos está cerca de una fractura.

En ésas estamos y ese debate se ha tratado de ridiculizar -ahí está el payaso de Vicente Fox, calificándolo como "una jalada"- o de neutralizar con foros o promesas notariadas pero, en el fondo, se desprecia por los partidos: en vez emprender ahora una acción legislativa clara y contundente, se ha pretendido hacer creer que próximamente la ciudadanía será tomada en cuenta.

Pese a la desesperación supuesta en la anulación, los partidos no se conmueven. Saben que con muchos o pocos votos, legitimados o no, tendrán sus curules y, entonces, no ven por qué atender el malestar ciudadano.

El peligro de vaciar la democracia es que, esta vez, ese acto de repulsa es consciente, exige ir a la casilla y, ahí, dejar constancia de que no hay elección posible, y se da en una atmósfera sobrecargada por la violencia desplegada por los factores reales de poder -criminales o no- que, al reconocer la fragilidad del momento, aprovechan para apresar las instituciones nacionales y el Estado de Derecho.

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Muy vieja data tiene el divorcio entre ciudadanía y partidos y, a pesar de los peligros que entraña para la solución pacífica y civilizada de las diferencias, los gobiernos y los partidos lo ignoran o, peor aún, lo agravan.

A excepción de la reforma política de finales de los 70, las demás han sido simples ajustes electorales. Esas otras reformas han puesto la energía y el esfuerzo en los derechos de los partidos, pero no en sus obligaciones y, desde luego, han menospreciado los derechos ciudadanos.

Sin duda era importante que el voto fuera contado y contara, pero eso no bastaba ni basta. Todos los demás instrumentos de participación ciudadana -excepción hecha del acceso a la información- fueron escamoteados. Los partidos se esmeraron en elevar a los mexicanos con mayoría de edad al rango de electores, pero no de ciudadanos.

Las mil y un reformas de Estado cacareadas durante los últimos años nunca rebasaron el nivel electoral. Abordaron, como de si abalanzarse sobre un botín se tratara, las reglas para repartir el poder entre los partidos; y despreciaron, como si de residuos tóxicos se tratara, las reglas para rendir cuentas a la ciudadanía sobre el ejercicio de ese poder. Más de dos décadas se ocuparon en ajustar el porcentaje para el registro de los partidos, en aumentar sus prerrogativas, en integrar los órganos regulatorios, en normar su propaganda... pero siempre se dejó para otra ocasión ampliar la participación ciudadana.

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A esa conducta se agregó otra más peligrosa. Fincar las campañas electorales en la confrontación y la polarización ciudadana sin preocuparse, después, por reponer puentes de entendimiento entre ella.

En el 2000 pasó desapercibido ese peligro porque se decidió pagar el precio de la alternancia pero, luego, el foxismo no quiso ni supo convertir la alternancia en alternativa para consolidar la democracia. Desperdició la oportunidad de transformar el poder y rediseñar el régimen.

Luego, en el 2006 se echó mano del Estado de Derecho para eliminar a un adversario así como del discurso de los pacíficos contra los violentos, de los criminales de cuello blanco contra los pobres pero honestos. Ahora, el partido en el Gobierno no tiene empacho en presentar la elección como la opción de estar con o contra el crimen y de usar el combate a éste como instrumento de campaña.

A la ciudadanía se le ha confrontado poniéndole un cuchillo entre los dientes para que salga a encarar al otro -su vecino, su paisano, su compañero de trabajo- como el causante de que el País no salga del agujero a donde lo han llevado los partidos.

Incapaces de resolver sus diferencias, los partidos las trasladaron a los ciudadanos hasta generar un profundo desencuentro nacional.
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Desinteresados en legitimarse en las urnas sobre la base de darle contenido ciudadano al continente que son los partidos, los Gobiernos emanados de esas elecciones han recurrido a otros instrumentos para consolidarse en el poder.

Si a Salinas el quinazo le vino como anillo al dedo, Calderón vio en el crimen organizado al enemigo común al que la nación en su conjunto y sin chistar tenía que hacerle frente. Así, sin estrategias ni planes, se ha embarcado a la Nación en una y otra aventuras.

Ahora mismo, aun cuando se exhiben como trofeos de caza las detenciones, los decomisos, las incautaciones y los operativos, el resultado de esa aventura no es muy alentador: el autoritarismo cobra fuerza, la violencia aumenta y la garantía a la integridad, el patrimonio y la seguridad de la ciudadanía sigue siendo una quimera.

Hasta el lenguaje ha sido trastocado por la violencia. Los encobijados, los encajuelados, los ejecutados, los decapitados, los cocinados y, ahora, después de ver los cuerpos aparecidos en Uruapan, los destrozados... son palabras de uso corriente. El grado de la violencia exhibe el nivel de impunidad prevaleciente, no la victoria del Estado de Derecho.

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Sin reformar el poder, sin legitimarse en las urnas, polarizando a la gente e integrando la violencia a la costumbre, Gobiernos y partidos se han echado en brazos de los factores reales de poder al precio de soltarles las riendas de su voracidad.

Como a esos factores de poder, Gobiernos y partidos no pueden dispensarles trato criminal porque, a fin de cuentas, se han asociado con ellos para sostenerse al frente de las instituciones, el chantaje, la imposición, el privilegio, la transa y la arbitrariedad se han convertido en la forma de entendimiento con ellos. Sin relleno ni respaldo ciudadano, Gobiernos y partidos sucumben ante esos factores de poder y, por lo mismo, sacrifican los intereses nacionales en favor de los intereses particulares de sus patrocinadores.

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Hasta hoy, los anulistas no han conseguido nada. El canto de los partidos asegurando tenerlos presentes es música de fondo. Deben sostener y aumentar la presión hasta arrebatar, antes del 5 de julio, la convocatoria a un periodo extraordinario a realizarse por la actual Legislatura. Es ahora, no mañana. Exigir una acción legislativa clara, contundente y asertiva -se antoja, la reducción del número de integrantes del Congreso de la Unión, con aplicación al 2012- para, entonces, votar en vez de anular el voto.
Hay tiempo, poco, para darle contenido ciudadano al continente de los partidos. Otra cosa es fijarle fecha a la fractura.

sobreaviso@latinmail.com